Líneas desde Bucarest


"Escribo estas líneas desde Bucarest, Rumanía" es una frase que jamás pensé que escribiría en este blog o que diría en general. Pero heme aquí. Mi catorceavo* día lejos de todo lo que conozco, del único país que he llamado hogar. Lejos de mi familia, incluido Lucas. Lejos de mis comodidades emocionales y materiales, como mi cama y la almohada que mi cuello extraña todas las noches. Lejos también de intangibles como el calor (humano y atmosférico).

Sé que esta situación -un viaje de trabajo- no se le compara a vivir aquí, pero me esfuerzo en pretender que así es. Que ese apartamento al que llego todas las noches después de la oficina no es un habitación de hotel, sino una casa -si bien temporal- en la que el tocador del baño está lleno de todos los productos que pensé que podría necesitar en estas casi cinco semanas y donde una foto de mi familia decora el espejo del pasillo de la entrada. En este juego de pretender, vivo la fantasía de vivir sola por primera vez y me tomo a pecho la responsabilidad de lavar los platos que ensucio cuando ocasionalmente ceno en el apartamento, aunque sé que si lo deseo o necesito, hay alguien que puede limpiar todo el lugar cuando no estoy, porque sigue siendo un hotel.

Pretendo que es lo más normal del mundo pedir un Uber a todas partes, lo que resulta conveniente versus descifrar el transporte público cuando no hablas rumano, pero a la vez puede ser complicado cuando en efecto tú no hablas rumano y el conductor no habla inglés y te deja frente a una gasolinera en medio de Dios sabe dónde, a cuadra y media de la lavandería que buscabas, a la que solo puedes ingresar escaneando un código QR con una aplicación en tu teléfono y donde tienes que aprender nuevamente a hacer una tarea tan básica como lavar la ropa, algo que has hecho decenas de veces antes pero que acá, como muchas cosas, funciona de otra forma.

Otros días pretendo, por ejemplo, que no tengo tanto frío a pesar de que la temperatura esté a 5° C, con tal de no ponerme capa tras capa de ropa y no sentirme como el muñeco Michelin, que suficiente tengo con mis rollos naturales. O para no sentir que atravieso una menopausia temprana en el sofocante hervor de la calefacción en espacios cerrados. Pretendo también que entretenerme viendo Netflix es suficiente compañía, lo cual a fuerza de ser sincera es algo que también pretendo cuando estoy en mi hábitat natural. 

Pero quizás lo que más me pregunto es si estoy pretendiendo o si es natural la sensación de estar bien y no extrañar terriblemente a nadie. Si pretendo o de verdad podría acostumbrarme a vivir así, con un océano de por medio y 8 horas de diferencia. 

Ya me he preguntado esto antes: ¿Qué me ata a El Salvador? La primera respuesta que se me viene a la mente es mi familia, pero hasta eso está funcionando bien gracias a la tecnología, aunque estoy consciente de que no ha pasado tanto tiempo y estoy en una especie de situación irrealista. Entonces, ¿qué me detiene de buscar otros horizontes? No lo sé. Siempre he pensado que es la falta de valentía. 

¿Podría pretender ser valiente, arrancar mi vida de raíz y trasplantarme a otra tierra? Tal vez sí, tal vez no. Para mientras, me quedan 20 días para pretender que soy una salvadoreña más viviendo en el exterior, o que soy una residente anónima más caminando por las calles de Bucarest.

* Originalmente escrito a mano el sábado 2 de marzo en un bistro en las callecitas detrás del Ateneo.

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