Una familia rota

Con respecto a la pandemia, en algún meme o en una de esas imágenes motivacionales que las señoras publican en Facebook leí una frase que decía algo como "Estamos en el mismo mar, pero no en el mismo barco". No podía estar más de acuerdo. Estoy segura de que la pandemia, y las consecuentes cuarentenas y/o restricciones de movilidad, no han sido una experiencia agradable para nadie. También reconozco que mi situación es mucho más favorable y privilegiada que la de muchas personas, partiendo del simple hecho de que tengo salud y trabajo. Pero no importa el tamaño o la apariencia del barco, si tiene problemas estructurales, se le mete el agua, empieza a inundarse y, por momentos, todo se vuelve una escena digna del "Titanic" de James Cameron, con el agua hasta el cuello, los botes salvavidas escaseando y los músicos tocando alguna canción melancólica en el fondo mientras el barco se hunde.

Metáfora del barco aparte, el último año no ha dejado (ni deja) de sentirse como vivir atrapada en una obra de teatro de Jean-Paul Sartre titulada "A puerta cerrada", en la que tres extraños son reunidos en un salón -el infierno- para torturarse mutuamente, con la diferencia de que aquí somos cuatro y no somos extrañas. La pandemia terminó de convertir mi vida familiar en una especie de pequeño infierno. Quizás ya lo era previo a marzo de 2020, pero antes contaba con la oportunidad de pasar por lo menos 50 horas a la semana en el mundo exterior. En algún punto de la cuarentena extrañé hasta el tráfico, el único momento en que podía estar sola. A medida que la vida ha ido retornando a la "normalidad" (con la excepción de seguir trabajando desde casa), he ido recuperando algunas de esas vías de escape, aunque de manera esporádica. Pero el infierno sigue aquí. Y yo sigo aquí.

Uno de los principales problemas es la ¿demencia? de mi abuela (seguimos esperando un diagnóstico). Antes de que cualquiera se imagine una versión romántica, tipo Allie viejita en "The Notebook" escuchando a Noah contar su historia en el asilo, permítame corregirlo. Convivir 24/7 con una persona con deterioro cognitivo, problemas de conducta y un posible trastorno obsesivo compulsivo (todos los anteriores, no tratados) no es algo que saldría en una historia de Nicholas Sparks. Nuestro caso se asemeja más a un drama familiar con potencial para ser nominado a premios, tipo "Hillbilly Elegy". En una nota de cuasi-humor, cuando ya no le encuentro sentido a nada, me quedo esperando que un alien salga del pecho de mi abuela y todo resulte ser una película de ciencia ficción. O quizás algo más paranormal, como una posesión demoníaca que se resuelve con un exorcismo. A veces las dos últimas suenan como mejores opciones que aceptar simple y sencillo que esa es la persona que es hoy por hoy.

No me queda duda de que la vida pandémica ha acelerado su deterioro. Para ella el coronavirus no existe y, si en un momento admite que existe "la peste esa que anda dando", rápido refuta que "al que le toca, le toca" (la muerte) y es imposible intentar razonar con ella. Así llevamos un año viviendo bajo llave, escondiendo su documento único de identidad, guardando cosas fuera de su alcance o adonde pensamos que no se le ocurrirá buscar, entre muchos otros work-arounds para sobrellevar la vida con ella, o "estrategias", como las llama la psicóloga que recién la evaluó, porque la cruda verdad es que ella no va a cambiar. Mi abuela discute, pelea, grita, insulta, manipula, maltrata, humilla. De tanto observarla en el encierro, a veces he llegado a pensar que lo hace solo porque sí. Como estar en automático.

Noventa años es demasiado tarde para que alguien cambie o intente mejorar, en especial tomando en cuenta sus condiciones mentales. Para muestra, a mi abuela le dieron un aparato auditivo en el Seguro Social hace más de 15 años y nunca lo quiso usar por pura vanidad. Hoy "Es que estoy un poco sorbeleta" es una de sus excusas para todo - su audición ha ido empeorando en los últimos diez años. Quiero pensar que otra persona, al notar que no escucha bien, buscaría una solución al problema (e.g. usaría el aparato). Lamentablemente, la vanidad, el orgullo y el temor a "el qué dirán" han sido muletillas a las que mi abuela se ha aferrado a lo largo de su vida.

Un día ella dejará de estar, eso lo tengo claro. O mejor dicho, mantengo la esperanza de que su mente pueda descansar cuando ya no pueda más, porque me imagino que muy en el fondo, aún en la plena inconsciencia, debe ser agotador que el hámster no se pueda bajar nunca de la rueda y no creo que eso le haga bien a nadie. No sé. No soy experta en salud mental. Mi verdadera preocupación es la destrucción que va dejando a su paso de manera inconsciente con todos los conflictos que exacerba, porque como dije, ella dejará de estar, pero los demás nos quedaremos. 

La casa se ha convertido en una olla de presión que a menudo alcanza su límite. Esto, sumado a cualquier dificultad que estemos enfrentando en nuestras vidas personales y al estrés del panorama allá afuera. Vivimos en un ambiente tóxico la mayor parte del tiempo. Nosotras, las cuatro, nos convertimos por momentos en las peores versiones de nosotras mismas. Veo los efectos en mi mamá, en mi hermana, en mí y hasta en Lucas, distintos para cada uno, pero dañinos al fin y al cabo. Veo cómo para sobrevivir nos vamos alejando la una de la otra, algunas ensimismándonos, otras buscando refugios externos o echando mano de mecanismos de defensa. 


A diferencia de la pandemia, no hay una vacuna mágica para los problemas familiares. Al menos no una que venga en dos dosis y que te inocule contra el virus que causa la enfermedad. Pienso en nuestra familia como un plato roto. Para unir los pedazos, alguien tiene que recogerlos. Los japoneses tienen hasta una técnica llamada Kintsugi en la que usan laca y oro en polvo para reparar cerámica rota y los resultados son hermosos. Tal vez mi familia (nosotras tres) podríamos ser un plato de kintsugi. Pero no estamos en ese punto todavía. Mas bien estamos en un loop infinito en que el plato se cae constantemente de la mesa en slow motion y sigue quebrándose una y otra vez. No descarto que el plato pueda quedar en una sola pieza de nuevo, pero para que eso pase, todas tendremos que trabajar en ello y eso no depende de mí. 

Yo solo hago lo que puedo. 

Todas hacemos lo que podemos.


Una nota aparte

Una de las frases más reconocidas de la obra de teatro de Sartre dice "El infierno son los otros". Según el propio autor, la frase no fue del todo comprendida en su momento y él aclaró que se refería a que el infierno es depender demasiado del juicio u opiniones que los demás tienen sobre nosotros, y no los demás per se. Puedo identificarme con eso al escribir estas mismas líneas, cuando no puedo evitar preguntarme qué pensarán los demás (los que lean esto -si es que alguien lo lee-) sobre mis sentimientos sobre este tema tan íntimo y personal. O cuando me pregunto por qué no puedo dejar de sentir ira respecto a toda la situación y entro en una espiral de ira-disgusto-vergüenza-culpa-tristeza. Pero la vida es así. No todo son arcoíris y  mariposas. 

Sartre también dijo: "De suerte que en realidad, como estamos vivos, he querido mostrar, mediante el absurdo, la importancia entre nosotros de la libertad, es decir, la importancia de cambiar los actos por otros actos. Sea cual sea el círculo de infierno en el que vivamos, pienso que somos libres de romperlo. Y si la gente no lo rompe es entonces que libremente permanecen en él, de suerte que se meten libremente en el infierno." 

Si tan solo todos pudiéramos alcanzar el nivel del filósofo existencialista.

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