Comerse una ciudad

¿Saben cómo siempre decimos que solo nos llevamos lo vivido? ¿O que nadie te quita lo bailado? No dejo de pensar en eso en estos tiempos convulsos en que no sabemos cómo será la vida "normal" a la que regresaremos cuando la cuarentena se deba levantar porque no nos queda de otra y en que tampoco sabemos cuánto tiempo durará esa nueva "normalidad". Y aunque me desanima pensar que viajar (y vivir, en general) puede ser una imposibilidad por un tiempo, en esta incertidumbre me consuela saber que en cualquier momento me llevo lo vivido, lo bailado ... Y lo comido.

Para mí, disfrutar de la comida en mis viajes ha sido un largo aprendizaje a perderle el amor al dinero. La primera vez que viajé sin supervisión adulta, me afligía tanto quedarme sin efectivo que trataba de encontrar las alternativas más baratas de comida o saltar algún tiempo "por cualquier emergencia". No puedo decir que es un hábito que he superado del todo, pero he intentado encontrar el balance entre mi frugalidad paranoica y mis tendencias sibaritas hedonistas que si me descuido me desequilibran mi presupuesto, si bien tiendo más a lo primero, tanto que hay una frase de una novela de Saramago que intento recordar cada vez que soy demasiado estricta conmigo misma: 

"Existía la rigidez del presupuesto apretado, del que estaba excluido todo lo superfluo, hasta lo superfluo necesario, ese sin el que la vida del hombre se desenvuelve casi al nivel de los animales".

Lo superfluo necesario es distinto para cada quien. Para mí, en ese último viaje a Europa, lo superfluo necesario fue comprar un paquete de galletas Cailler Petit Beurre Lait para gastarme los últimos francos suizos, esas que me recuerdan a estar sentada en una banca en el Petit Trianon en Versalles. Fue comerme un schnitzel de cerdo más grande que mis dos manos, con ensalada de papa con aderezo de aceite de pepitoria y tomarme una cerveza Ottakringer en Figlmüller en Viena, a pesar de recientemente haberme comido unas salchichas con sauerkraut porque olían rico cuando subí del metro y eran pasadas las 4:00 p.m. y no había almorzado. O complacerme con una porción de Sacher Torte original en el hotel Sacher, después de que mi plan de ver la ópera al aire libre se frustrara por el frío y el hecho de que no hablo alemán.

Fue también buscar la mayoría de los lugares que aparecen en el episodio de Venecia de "Somebody feed Phil" 😍. Los calamares fritos. El gelato. Los cicchetti y la copa de vino blanco sentada en una orillita de un canal (que curiosamente no era la primera vez que comía sentada al borde de un canal).

 

 


No sé si es cosa mía asociar recuerdos con la comida (o con todo tipo de detalles, realmente 😁), pero quizás ese viaje fue en el que más experiencias gastronómicas me permití tener, de las más turísticas a otras más locales y otras menos glamurosas, casi siempre en estaciones de metro. Si es verdad que se puede comer una ciudad, yo le di un pequeño mordisco a esas hermosas ciudades que hoy solo alimentan mis recuerdos pero que, de una forma u otra, son anécdotas que nutren el alma en días más grises.

El goulash en el Mercado Central de Budapest. La pasta en el restaurante de Jamie Oliver porque era el que quedaba más cerca del Castillo de Buda. Mi restaurante "favorito" en Praga, porque era el que más decente se veía de los que estaban cerca de mi Airbnb, pero resultó ser delicioso. Y cómo podría olvidar el pretzel gigante con el que quise absorber el alcohol de un litro de cerveza en Hofbrauhaus en Múnich 😂.

Hoy leía una frase de Virginia Woolf en un ilustración de Pictoline que decía que el pasado es hermoso porque uno nunca se da cuenta de una emoción en el momento, sino que se expande más tarde. Ojalá todos los recuerdos bonitos se siguieran expandiendo de por vida.

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