Los 90 minutos del deporte más hermoso del mundo
Pasan de las 5 de la tarde; el partido comienza a las 8:30 p.m. pero no estoy segura de cómo llegar a Nueva Jersey. Ya me he paseado por medio Central Park con mi camiseta roja, esa que solo me había puesto para la final de la Champions. De vuelta en Penn Station, el hormigueo humano de las horas pico es aún peor. Es hora de separarnos, que mi cita con el Manchester United es personal.
Sé que tengo que tomar el PATH pero no lo veo anunciado por ninguna parte. Veo el mostrador de NJ Transit y a un trío con camisas similares a la mía, y me invade el alivio momentáneo de que alguien me dirá cómo llegar al Red Bull Arena. "Tome el tren en ese andén (lo señala con el dedo), bájese en la segunda parada y pregunte en la estación". Agarro mis tiquetes y me pierdo entre la gente que camina con prisa hacia el tren.
A todo esto no sé cómo se llama el tren. Él me dijo que me subiera a este y así me subí. Pero no leí cómo se llamaba. Ni pregunté. Solo me subí. Va más topado que una coaster de la 101B después de las 5. Me quedo cerca de la puerta y dudo acerca de si debería bajarme y corroborar que estoy en el tren correcto. Le preguntó a alguien más pero su respuesta no me deja convencida.
El tren ya va en marcha y las piernas me tiemblan. No sé si es por las 23 calles que caminamos o si estoy nerviosa porque no sé si me equivoqué de tren. Me tengo que bajar en... ¿dónde me dijo que me bajara? En la segunda parada que no sé cómo se llama porque tampoco se me ocurrió preguntar. Rápido deduzco que este tren va para Newark, por eso hay tanta gente con maletas. Y repaso mentalmente si en las instrucciones que leí sobre cómo llegar al estadio decía algo de estar cerca del aeropuerto.
Se abren las puertas en la primera parada. Ya voy a llegar, pero no sé adónde. El tren sigue su camino y en cuestión de minutos alcanzo a ver el estadio a lo lejos. Me regresa el alma al cuerpo. Perderme para ir al estadio no es una opción. A fin de cuentas por esto, ESTO, vine a Nueva York. El estadio queda atrás y se me desdibuja la sonrisa y me vuelve la cara de aflicción. Es el turno de bajarse.
Llego a la estación de Newark Penn -resulta que así se llama-. Esta estación es bonita, no es como la otra Penn. Le da un aire a la Union Station que vi en las fotos tratando de armar un viaje del día a Washington DC. Busco a alguien uniformado y le pregunto cómo llegar al estadio. Dice que puedo caminar pero que hay que atravesarse el puente, o subir a tomar otro tren. Después de pelear con la máquina de los tiquetes que me robó $1.75 estoy a bordo del PATH.
Me bajo en la estación de Harrison, me confundo entre las otras camisas rojas y empiezo a caminar con la emoción de Harry Potter cuando va al mundial de quidditch. Son cuatro cuadras para llegar al estadio pero apenas se sienten: hay tanto por observar. Thierry Henry es un ídolo acá, todos los niños andan la 14. Hay menos latinos de lo que esperaba, o mejor dicho, hay más gringos.
Para ser en el extranjero mi primera visita a un estadio, cualquiera pensaría que la experiencia sería ajena a la idiosincrasia de cualquier tarde en el Cuscatlán apoyando a la Selecta. Piense de nuevo.
No he llegado al estadio cuando en las aceras encuentro hombres que se ofrecen para comprar mi tiquete. ¡Acá también hay reventa! La calle que lleva al estadio está llena de algarabía, los patrocinadores te regalan cosas, hay juegos, carros de comida que en lugar de hotdogs venden arepas y churrasquería (1).
Faltan más de dos horas para que arranque el partido pero entro al estadio, busco mi asiento y me resigno a que veré a mis jugadores tamaño hormiga, pero no me importa. En esas dos horas veo las nubes cambiar de color, me percato de que los anuncios del estadio son bilingues (para los angloparlantes ponen a Titi, para los latinos a Rafael Márquez), de que los gringos comen maní como si estuvieran en un partido de béisbol, de que una botella con agua cuesta $6 y una cerveza $7, me entretengo viendo camisetas de jugadores pasados como Van Nistelrooy y ninguna de Cristiano Ronaldo.
Hasta que a las 7:49 p.m. saltan a la cancha Vidic y compañía para calentar. ¡Al fin!
Es casi sublime saber que están ahí, en carne y hueso, en el mismo lugar, sin cámara de televisión de por medio... que por un momento casi no me la creo. Juego a distinguir quién es quién pero sin las dorsales es prácticamente imposible atinar. Pero están ahí y yo también y eso es todo lo que importa.
Recuerdo que estoy en un partido de la MLS y no en uno del Manchester United per se cuando salen sus estrellas a calentar. Los anuncian con la fanfarria del béisbol y dejan a la máxima figura hasta el final. Dicen su nombre como si se tratara de un redoble de tambores: "¡Daaaaaviiiid Beeeeeckham!" y me emociono recordando sus años en el Man United.
Alrededor mío casi todos son fanáticos de los Red Bulls. La mayoría son gringos y no lo digo de manera despectiva, sino de franca sorpresa. No tenía idea de que el fútbol -ellos le dicen soccer, el resto del mundo le decimos fútbol- hubiera crecido tanto en Estados Unidos. Y no ha sido por David Beckham, que conste.
Pero un recordatorio de que estoy en los Estados Unidos de (Norte) América llegaría en el kickoff. La parafernalia con que se canta el himno es un verdadero objeto de estudio para la sociología. Nadie en realidad CANTA el himno, solo se emocionan porque hacen un círculo de bomberos que sirvieron (o no... nunca lo especificaron) en los ataques del 9/11 y al finalizar la música gritan desaforados "¡USA! ¡USA! ¡USA! ¡USA! ¡USA!" como si fuera un campo de batalla. Yo no grito nada, solo me les quedo viendo de la manera más disimulada que se me ocurre.
Ya casi son las 9. Ambos equipos salen ataviados al terreno de juego. Hoy sí sé quién es quién y me lamento no ver en la alineación a Ryan Giggs, mientras la ausencia de Chicharito me sorprende (después sabría que era por motivos médicos). Suena un himno ¿? (de la MLS supongo), pero en mi mente tarareo el de la Champions... es que así lo he visto siempre en la tele.
Suena el pitazo inicial y comienzan los 90 minutos del deporte más hermosos del mundo, en vivo por primera vez en 9 años.
Soy muy mala narrando partidos. Solo le puedo decir que, de los cuatro, mi gol favorito fue el de Ji Sung Park, quien ganaría el MVP esa noche. El coreano es magnífico. Él y Dimitar Berbatov fueron para mí las sorpresas más agradables de la noche. También descubrí por qué Wayne Rooney siempre se maneja una cara de enojado: al menos en el Red Bull Arena retumbaron los gritos de "Rooney sucks! Rooney sucks!" en un par de ocasiones. Incluso escuché al tipo que tenía atrás gritarle que tenía síndrome de Down. Ves, hay cosas que nunca cambian, sin importar en qué país esté el estadio.
Lo que sí es cierto es que, aunque ellos le digan "soccer", todos gritamos gol. Bueno, al menos los visitantes. Gritaría cuatro veces "gooooool", cada vez con menor timidez que la anterior, y en ocasiones celebrando con el vecino de la par -con quien también lamentamos oportunidades desperdiciadas-.
Los 90 minutos pasaron, cuatro goles se encajaron, Vidic levantó el trofeo por segundo año consecutivo y a Park lo nombraron el jugador más valioso. Era hora de salir del estadio con una gran sonrisa, y no lo haría sola, sino con 24,999 personas queriendo tomar el tren o caminando hacia el parqueo.
¿Cómo comprobar que aquello de que Nueva York es "la ciudad que nunca duerme" no es un cliché? Tome el tren de Babylon en Penn Station a las 00:38 a.m. y dese cuenta de que alrededor suyo hay al menos un centenar de personas esperando en la estación.
Ahora solo me falta ir a Old Trafford.
(1) A la salida me toparía con ventas de espadas luminosas, camisetas y bufandas pirateadas, fotos "autografiadas" y hasta mango con chile.
(1) A la salida me toparía con ventas de espadas luminosas, camisetas y bufandas pirateadas, fotos "autografiadas" y hasta mango con chile.
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